La guerra no convencional en la era globalizada
Si algo distingue las operaciones de guerra no convencional de EE.UU. en el presente, en comparación con las desarrolladas en otros periodos históricos, es que tienen lugar en un mundo cada vez más interconectado, gracias a los avances logrados por el hombre en la esfera de las nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones (TIC).
No se concibe una operación militar “moderna” –en situaciones de combate o sin él– sin el apoyo que brindan tales tecnologías. Computadoras, tabletas, teléfonos celulares y satelitales, conexiones inalámbricas, por solo citar los medios más conocidos, forman parte del arsenal de los guerreros imperiales de la era digital.
El ciberespacio ha devenido en un nuevo escenario de batalla, donde los combates se libran día a día, aunque solo a veces los periódicos lleguen a saber de ello y las cámaras de televisión capten el resplandor de las explosiones.
Como “disparos” cibernéticos
En esta nueva dimensión de la guerra, un simple programa maligno contra un adversario desprevenido puede causar tanto daño como una bomba y superarla en velocidad y alcance. Como balas de francotirador, los disparos tienen objetivos bien definidos: el corazón de los sistemas informáticos del adversario y el cerebro de sus soldados.
La guerra no convencional también se libra en el ciberespacio. Según los manuales del mando militar estadounidense, las primeras fases de una operación de este tipo están dirigidas a captar adeptos, organizarlos y entrenarlos, para lo cual las TIC constituyen un soporte ideal. Así lo corroboran sus posibilidades para gestionar mensajes en forma de datos, voz o imagen, en brevísimos plazos y a grandes distancias.
Para diseñar estas campañas de “bombardeo informativo o de nueva generación”, sus planificadores desarrollan estudios sobre las audiencias contra las que van dirigidos sus mensajes, que salvo en el contenido, muy poco difieren de los que realizaría cualquier empresa moderna para promocionar ofertas, siempre buscando satisfacer necesidades y preferencias, e incluso, buscando crear la idea de que se necesita lo que en realidad no se necesita.
La mira está en los jóvenes, fuerza motriz de toda sociedad. Eternos enamorados por la modernidad y dotados de capacidades únicas para comprenderla, conforman la mayoría abrumadora de los usuarios de las redes sociales. Pero como en toda obra humana, en ellas se mezclan generalmente “lo sublime y lo trivial”, combinación ideal para quienes buscan confundir y engañar.
Si el público es culto, como en las buenas obras del arte erótico, el éxito radica en atraer a la audiencia con un producto que sugiera sin mostrar, o provoque sin ofender. Para el extremo opuesto, lo chabacano, vulgar o morboso suele funcionar. En fin, mucho de lo que le gusta al público y pequeñas pero “efectivas” dosis de lo que interesa a los promotores de la campaña.
Anulando las razones del agredido
Uno de los más fehacientes ejemplos de esta estrategia comunicacional está recogida en el libro El arte de la inteligencia, escrito en 1963 por el tristemente célebre exdirector de la CIA, Allan Dulles, en el que este siniestro personaje delineaba el modo “no convencional” que debía seguir Estados Unidos para, sin el empleo de su maquinaria bélica, corroer “desde dentro” el socialismo en la entonces Unión Soviética. Decía Dulles:
“…Sustituiremos sus valores –sin que sea percibido– por otros falsos, y les obligaremos a creer en ellos (…) Literatura, cine, teatro, deberán reflejar y enaltecer los más bajos sentimientos humanos (…) La honradez y la honestidad serán ridiculizadas y presentadas como innecesarias, y convertidas en un vestigio del pasado…”.
Nada ha cambiado en cuanto al propósito de anular las razones del agredido y promover las del agresor, poco a poco, sutilmente, hasta que llegue el momento apropiado de convocarlo. Nada de grandes consignas políticas; mensajes breves y pegajosos, lo que en sí es otro atractivo para quien emplea desde su teléfono móvil el más económico correo de texto.
De esta forma, quienes auspician una operación de guerra no convencional explotan dichas tecnologías para influir en débiles e incautos. A un golpe de tecla y a velocidades que compiten con las de la luz viajan –de un extremo a otro del mundo y en cualquier idioma– desde instrucciones para organizar grupos opositores hasta las consignas a enarbolar. Transitan a través de ellas textos y materiales animados sobre la forma de fabricar desde una octavilla subversiva hasta el modo de emplear un fusil o de fabricar bombas artesanales o medios incendiarios.
Si el adversario objeto de estas acciones no está prevenido y firme en sus convicciones y posibilidades, el uso de esas nuevas tecnologías en función de estas viejas formas de hacer guerra puede tener consecuencias demoledoras, desatar reacciones en cadena y lograr efectos “masivos”. A ello tributa el enorme dinamismo que caracteriza a las acciones en la nueva dimensión de la guerra.
Sin embargo, por más empeño que se haya puesto en ello, la mente humana no ha inventado el arma infalible. Aun cuando EE.UU. domina las principales empresas que ofrecen servicios de internet y otros tipos de comunicaciones a nivel mundial, el proceso globalizador ha expuesto a ese país a fenómenos de tal naturaleza, que han llevado a su gobierno a considerar seriamente sus amenazas.
Ejemplos sobran. Paradójicamente, la misma telefonía móvil que en 2003 emplearon las fuerzas armadas yanquis para invitar a los jefes militares iraquíes a desertar, abrió una ventana al mundo para conocer los desmanes del invasor contra civiles inocentes o el infierno al que sometían a los prisioneros en sus cárceles secretas. Más aún, sirvió para detonar los artefactos que mataron o incapacitaron de por vida a miles de soldados ocupantes.
Fueron también las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones las que posibilitaron a EE.UU. espiar sin distinción a amigos y enemigos, a la vez que provocaron escándalos como los desatados por las revelaciones de Wikileaks o las denuncias del exanalista de la Agencia de Seguridad Nacional Edward Snowden.
La moraleja es simple y el refrán antiguo: "Quien siembra vientos…".